miércoles, 7 de octubre de 2009

ensayo 09


De la visibilidad y el ocultamiento del discurso “otro”

Un ensayo para repensarnos con-los-otros




UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

MATERIA: COMUNICACIÓN Y CULTURA

CATEDRA LUTZKY

AÑO 2009

ESTUDIANTE: SANTIAGO LINGURINI





Introducción


En este escrito me propongo el humilde intento de dar cuenta la relación entre diversos conceptos como el de “verdad”, “realidad”, “imagen”, “lenguaje”, desde una mirada crítica y bajo la insignia de corrientes filosóficas como el pragmatismo, la hermenéutica, el estructuralismo lingüístico, el materialismo, y con la permanente relación subterránea del psicoanálisis. A esta meta pretendo llegar con la referencia conceptual de autores como Rorty, Nancy, Lefort, Foucault, Nietzsche, Rancière, Lacan, Freud.
Este objetivo surge en consigna de ensayo bajo la voz de Mario Borovich, profesor en la materia comunicación y cultura política regida por el catedrático Lutzky en la Universidad Nacional de Buenos Aires. La idea medular es conectar las siguientes frases populares de la cultura argentina y a partir de ellas desprender un análisis que permita reconocer en ellas los rastros conceptuales anteriormente mencionados; ellas son: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”, “Lo esencial es invisible a los ojos” y “Hay que ver para creer”.
Lejos de pretender un carácter estrictamente científico-académico este breve ensayo busca desmenuzar ciertas ideas, valores, creencias fuertemente arraigadas en nuestra cultura mediante un análisis crítico-genealógico que pretende una significativa autocrítica de los sentidos hegemónicos impregnados en nuestro lenguaje -siendo éste una expresión particular del universo cultural occidental en el que nuestro país se halla inmerso.
De manera constante daré cuenta del sujeto “otro” a fin de observar la forma en que el poder hegemónico intenta imponer la visibilidad y ocultamiento del discurso diferente con el objeto de crear un único sentido del lenguaje en tanto se pretende un monopolio interpretativo de los acontecimientos históricos, imponiendo así sus criterios de verdad, de realidad, del bien, del mal, de lo moral y lo inmoral en el que una ética omnipotente denuncia, corrigiendo, represión mediante, al “anormal”.
También este escrito dará cuenta la problemática de las sociedades del espectáculo, esclareciendo el rol fundamental que los medios masivos de comunicación juegan en la construcción de la realidad y, en mayor cuantía, desde la última revolución tecnológica en el campo de la información mediática, agravada por la monopolización del espacio informativo.
Comprendiendo la amplitud teórica de mi empresa y las limitaciones que la condición estructural de ensayo me impone sólo me limitaré a un esbozo mesurado de cada idea sin caer en la profundidad que merece cada temática. Este apercibimiento cabe aquí ya que no habrá una jerarquía de temas con coherencia lógica y sincrónica sino más bien un conjunto de ideas relacionadas rizomáticamente.


Frases

Inicialmente intentaré desmenuzar las frases mencionadas en los párrafos introductorios a fin de dar cuenta las ideas piramidales que darán forma al siguiente ensayo. Recordémoslas:

“No hay peor ciego que el que no quiere ver”

Aquí identifico, al menos por el momento, un elemento ruidoso: “peor ciego”. Aquí podemos ver una calificación valorativa sobre la “ceguera”. Estas dos palabras nos hablan de que habría mejores y peores ciegos. La pregunta que se me ocurre es: ¿quién dice, y con qué legitimidad, quiénes son los peores y mejores ciegos, o aún más, que existen mejores y peores cegueras? Bueno, en el universo de cosas en el que nos desenvolvemos cotidianamente podríamos decir que hay quienes verían mejor el estado de cosas en el que vivimos y que, por ello, pueden hacerse de una voz legitimada para emitir sonido respecto su interpretación de los hechos fácticos, de lo real.
Lo esencial aquí no es sólo la legitimidad de un punto de vista respecto la interpretación de lo real, de la construcción de realidad… que no es un hecho menor; es fundamental, también, la capacidad de este sujeto –al interior del espacio social comunitario- para emitir voz en cuestiones más generales sobre lo justo y lo injusto, sobre el bien y el mal, sobre lo bello y lo no bello, sobre lo moral y lo inmoral, sobre la mentira y la verdad… Lo que se oculta detrás del telón en este análisis es saber sobre qué pedestal se coloca tal o cual sujeto para emitir tales afirmaciones sobre lo real. (Tal capacidad de algunos sujetos o grupos de construir la realidad simbólica en la que vivimos, es la misma por la cual los congresistas sancionan leyes en los Estados).
Por ejemplo, y a modo de crítica: el hecho de que a nuestras comunidades las llamemos sociedades tuvo –históricamente- lugar en una batalla filosófica por la cual se entendió, desde el contractualismo, a las comunidades como sociedades en las que los societarios contratan sobre el modo en el que desean vivir, bajo cierta voluntad general, sobre la formulación de normas de conducta autoimpuestas con el fin de que la sociedad sobreviva al estado anterior en el que se encontraba –el estado de naturaleza. Esta es la famosa idea del contrato social que escritores como Hobbes, Locke y Rousseau lograron implantar, no sólo en el campo de la intelectualidad filosófica; esta idea se ha impregnado con notoria profundidad en las conciencias del hombre común al punto en que esta noción sobre el origen de la sociedad sobrevive hoy, todavía, como una idea hegemónica.
Pero volvamos al eje central; el punto aquí es quién tiene la legitimidad de emitir voz sobre las cuestiones fundamentales que organizan la comunidad; quien tiene la capacidad de reglar sobre lo que se puede hacer y lo que no, sobre lo que se puede decir y lo que no, sobre lo que es bueno pensar y lo que, bajo ningún punto de vista, es bueno pensar. Es allí, justo allí, donde está la valorización de la ceguera, de la mejor y la peor ceguera.




Segunda:

“Hay que ver para creer”

Bueno… creo que podemos entender esta frase popular como el derrame, devenido sentido común, de la forma que adopta la ciencia moderna. Para ella lo científico debe ser corroborable, contrastable empíricamente, objetivable. Sin embargo, sabemos, debido al aporte de la hermenéutica y el relativismo en el campo del lenguaje y los saberes en general, que esto no necesariamente debe ser así. La hermenéutica, como teoría de la interpretación, destruye de pies a cabeza la idea de la ciencia dura como saber objetivo. Abre las compuertas el oceánico mundo de la subjetividad.
En esta afirmación el sentido de la vista juega un papel central en el orden de lo sensible. Si forzamos la palabra “creencia” y la hacemos extensiva a la idea de verdad –con el objeto de lidiar con mayor rigurosidad en el campo filosófico- se hace evidente el dejo cientificista del enunciado. Es necesario que la Verdad se haga presente ante nuestros ojos. Es menester que la esencia se manifieste y nos ilumine para ser considerada como verdad. Con un previo rastrillaje histórico, genealógico, podríamos remontarnos a tiempos del Iluminismo en donde la ciencia empezó a matar a Dios para elevar tras sí un nuevo altar: el del saber científico.

“La razón es que toda la episteme moderna –la que se formo hacia fines del siglo XVIII y sirve aun de suelo positivo a nuestro saber, la que constituyó el modo de ser singular del hombre y la posibilidad de conocerlo empíricamente-, toda esta episteme estaba ligada a la desaparición del Discurso y de su monótono reinado, al deslizamiento del lenguaje hacia el lado de la objetividad y a su reaparición múltiple.

Esta frase toma coherencia en la correspondencia con la cultura occidental en la que el sentido vista y la acción de la mirada son elementos centrales para entender una cantidad significativa de aspectos culturales; a diferencia de, por ejemplo, gran parte de la cultura africana en la que el sentido oído –fuertemente desarrollado por la actividad musical y el contacto con la naturaleza del reino animal, por ejemplo- es uno de los más representativos de las tribus africanas.
Desde una mirada psicoanalítica podríamos decir que todo esto se enmarcaría en una imperiosa necesidad de la conciencia de representación de lo real. Así, dice Foucault en Las palabras y las cosas, relacionando a la representación con la finitud:

“…a diferencia de las ciencias humanas (…) el psicoanálisis avanza para franquear de un solo paso la representación, desbordarla por un lado de la finitud y hacer surgir así, allí donde se esperaban las funciones portadoras de sus normas, los conflictos cargados de reglas y las significaciones que forman sistema (…) Y en esta región donde la representación permanece en suspenso, al borde de sí misma, abierta en cierta forma sobre la cerradura de la finitud, dibujándose las tres figuras por las que la vida, con sus funciones y sus normas, viene a fundarse en la repetición muda de la Muerte, los conflictos y las reglas, en la apertura desatada del Deseo, las significaciones y los sistemas en un lenguaje que es, al mismo tiempo Ley.”


Frase tercera:

“Lo esencial es invisible a los ojos”

Aquí, según mi interpretación, se pone en juego la idea platónica del mundo de las ideas. Ese mundo en donde conviven los conceptos que, obviamente, no pueden ser visibles en su materialidad; el mundo de la esencia de las cosas. También podríamos entenderla desde una mirada religiosa donde la esencia del Ser está presente en todas las cosas de una manera invisible.
Pero lo que aquí me parece imprescindible remarcar sobre esta frase es el dejo esencialista e idealista que lleva en sus espaldas. Desde Sócrates y Platón hasta Hegel –pasando por Kant- esta idea de la esencia como verdad inmutable ha pisado fuerte en la historia de los hombres durante más de una veintena de siglos. Es por eso que, a pesar del garrotazo nietzscheano, esta idea perdura en las conciencias actuales. Si entendemos el concepto esencia equivalente al de verdad de la cosa (como algo a priori o en sí), sabemos, gracias al aporte genealógico de Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y al arqueológico foucaultiano, que esto es imposible; que cada concepto o forma de lenguaje está contenida en una lucha histórica en la que una interpretación de los hechos sale fructuosa respecto de otra -u otras; que no hay esencias, sólo hay verdades históricas que se construyen continuamente y permanecen en la voz los sujetos durante un determinado intervalo de tiempo histórico.
En esta frase el sentido humano de la vista o el rol de la mirada se relegan a un segundo plano; aquí la verdad sólo puede hallarse apelando a un sentido suprasensible en donde los ojos nada encontrarán. Se encuentra la verdad pero como contemplación; deja verse, con claridad, el arraigo religioso del hombre occidental moderno luego de la muerte de Dios.
Desde el psicoanálisis podríamos decir que la esencia de la cosa que no podemos ver conscientemente es ese Deseo inacabable del que estamos impregnados desde la desvinculación física con el vientre materno. En la búsqueda constante de tal satisfacción sólo terminamos obteniendo goces parciales continuos que, en definitiva, son los que nos permiten reproducir nuestra propia existencia. Ese intento permanente por regresar al estado de no-necesidad es tan inasequible como la idea de pensar la muerte. Esta Muerte de la que hablábamos antes, es la que evidencia el carácter finito del género humano y está fuertemente ligada a la noción de finitud, de límite, de Ley. Y me zambullo en este campo para dar cuenta de un aspecto central en toda cultura como es el de la represión; entendiendo aquí a la represión como la expresión empírica y fenoménica de esa Represión más general, enmarcada en la idea de Ley.
Si bien la represión es un carácter conformativo del ser humano desde la infancia, lo que me interesa remarcar es su extensión hacia el campo social de manera masiva y sistemática; saber cómo actúa, por qué actúa, con qué motivo, quién la ejerce y cuál es su objeto, dónde la ejerce y quienes la padecen… Creo que este es uno de los elementos constitutivos del nosotros como comunidad; uno de los ejes de mayor trascendencia para comprender la conformación de la identidad comunitaria. Tomando como referencia el texto Psicología de las masas y análisis del yo de Sigmund Freud, entiendo que en la conformación de la identidad, tanto la individual como la social, el sujeto se conforma, en base a la diferencia: hay un exterior constitutivo (en términos de Laclau) al que el sujeto interpela constantemente para dar forma a su identidad. Ahora, cuando este hecho sucede a escala social, ese exterior constitutivo -tome forma éste de grupo social, clase social, etnia, casta religiosa, etc.- puede ser canalizado por medio de la exclusión de ese sujeto externo y es allí donde se produce la represión. (A esta idea volveré más adelante)


En el caso de los medios masivos de comunicación, la esencia que se invisibiliza es el interés económico –e ideológico tal vez- de los propietarios de los monopolios mediáticos contemporáneos.
Desde sus comienzos los medios de comunicación actuaron como creadores de sentido; el hecho adquiere relevancia con la monopolización de los medios de producción en el sistema social hegemónico, el capitalismo. Con tal monopolización, esta creación de sentido se convierte en un obstáculo a la diversidad, al pensamiento diferente, al libre desenvolvimiento de la alteridad. Al pensamiento otro se lo mantiene bajo el manto de la oscuridad y lo único que logra ser visibilizado es el conjunto de verdades que el poder hegemónicos pretende sean vistos. Es por ello que desde los años ’50 del pasado siglo XX, con la emergencia de la televisión como objeto emblemático del desarrollo de la técnica informativa, la construcción de la imagen, de los sujetos, del sentido, de la realidad se ha vuelto el eje central de los poderes hegemónicos en el actuar de la política moderna. La masificación de un determinado modo de entender lo que existe genera una homogenización del sentido que tiende, paulatinamente, a la creación de un pensamiento único, al ocultamiento de todo pensamiento que pretende modificar el orden de cosas impuesto. Aquí radica la fuerza simbólica del discurso, el poder real del hegemón. A este escenario lo llamamos sociedad del espectáculo, en donde los sujetos son meros espectadores del escenario donde se dirime todo lo que a ellos compete. Son sujetos pasivos sentados cómodamente sobre sus sillones observando cómo el mundo actúa en la TV. (Es en este sentido que toma vida el concepto althusseriano de sujeto sujetado a cierta estructura de sentido -estructura ideológica- que junto con la corriente del estructuralismo lingüístico de Saussure dan cuenta de la capacidad de un orden vigente para mantenerse a lo largo del timepo).
Desde hace más de 50 años (desde la segunda guerra mundial en adelante) la occidentalización del mundo se está llevando a cabo debido a la proliferación de un discurso propulsado desde el imperio (en el sentido utilizado por Toni Negri) estadounidense. Poco a poco todo se racionaliza… hoy la diosa Razón recibe ofrendas desde el papado; todo se valoriza comercialmente, hasta las almas de los muertos en Irak cotizan en bolsa… Y todo esto es posible en tanto los propietarios de los monopolios mediáticos raramente no conocen a sus padrinos norteamericanos.
El inconveniente que veo aquí no es que este discurso sea emitido desde un capital estadounidense. Lo preocupante es que tenga pretensiones de lo que H. Marcuse calificó como pensamiento unidimensional, aquel que por oposición al dialéctico transforma en cliché toda frase, acción o idea a través de la supresión de la crítica y la historia, con la finalidad de trocar las elaboraciones conceptuales por afirmaciones cristalizadas, propias de cualquier estrategia de marketing; que no acepte la diversidad, que no dé cuenta de la existencia del otro, que oprima la forma de vida diferente en tanto hace peligrar el equilibrio de cosas vigente, el statu quo. Y no tiene que ver con una cuestión de nacionalidad, porque ésta idea de felicidad imbricada en el progreso material ya está lo suficientemente arraigada en los corazones de los seres humanos de las más diversas latitudes como para que el padrinazgo del imperio sea hoy día necesario. (El segundo y el tercer mundo –ni hablar del cuarto, el quinto, el sexto… ya tienen sus propios mercenarios).
Entrometiéndome un instante en el campo psicoanalítico supongo que si Freud viviría en estos días podría compartir la idea de que los las comunidades accidentales contemporáneas –tras asesinar civilizadamente a los tótems de los indígenas nativos, en el caso de América- legitiman hoy a sus autoridades con un matrimonio totémico: ella por una lado, la Democracia… y él por el otro, el Mercado. Si bien a veces pareciera que ella pide divorcio, luego de agitadas crisis de pareja, generalmente terminan reconciliándose en los más sangrientos de los perdones. Ahora bien, este matrimonio ha tenido dos hijas con las que se relaciona endogámicamente: la Diosa Razón y su hermanita Seguridad. Con sus dos hijas como bandera el imperio ha legitimado su intromisión en los asuntos del mundo oriental. Claramente, despiadadamente, tal intromisión se hizo en nombre la Madre pero para satisfacer los deseos del Padre.
El Mercado norteamericano demandaba el control del negocio petrolífero. ¿Qué debía hacer su mujer? Satisfacer los deseos del marido, como la cultura machista manda. Así es que Ella se plantó en terreno enemigo y de la mano de sus dos hijas justificó la invasión a Irak. Como la cultura iraquí no entiende de razones había que ir directo a las armas para garantizar la vida de Mamá Democracia e Hija Seguridad. Y así sucede cotidianamente en estos días soleados del fin de la historia, tras la muerte del último gran enemigo: la URSS.


Sobre cómo se produce la visibilidad y el ocultamiento de los otros en el discurso es un campo lo suficientemente amplio como para ocuparme de pleno en esta oportunidad. Lo que por lo pronto puedo hacer es una breve intromisión en la temática que ayude a comprender la multiplicidad de formas en las que los diversos poderes actúan en el interior de una comunidad con el objeto de producir sentido excluyendo, suprimiendo, ocultando, invisibilizando los discursos que no son de su afinidad ética, moral, religiosa, política, ideológica, artística, o de cualquier otro tipo de expresión.
Ya de este tema nos ha hablado Michel Foucault en Vigilar y castigar, pero también lo ha hecho en Los anormales, Las palabras y las cosas, El pensamiento del afuera, Tecnologías del yo, Microfísica del poder, Genealogía del racismo, Historia de la locura en la época clásica… y en cada uno de sus escritos en donde el poder está exhibido sobre la mesa. Porque así actúa el poder, otorgando las condiciones para la visibilidad o utilizando toda su artillería para asegurar la invisibilidad de aquello que pretende ocultarse; todo esto para mantener el orden de cosas vigente:

“…nada hay más vacilante, nada más empírico (cuando menos en apariencia) que la instauración de un orden de cosas: nada exige una mirada más alerta, un lenguaje más fiel y mejor modulado; nada exige con mayor insistencia que no nos dejemos llevar por la proliferación de cualidades y de formas.”

Ahora bien, esta actividad tiene lugar de manera constante e imperceptible en todo tipo de espacio social. Pero lo que me interesa aquí remarcar es la legitimidad de algunos poderes para hacerse de la capacidad de excluir lo indeseado. Foucault ya lo había percibido por medio del poder psiquiátrico y el poder carcelario, en donde ciertos saberes como el médico buscan invisibilizar la existencia de expresiones psíquicas diferentes, por más que ellas no atenten la integridad física del resto de la comunidad. Es una cuestión que puede entenderse como el aislamiento del diferente, la exclusión del enfermo (en donde la enfermedad se determina con parámetros puramente subjetivos), con la finalidad de extirpar del cuerpo social al tumor que afecta el correcto funcionamiento del organismo. Así como ocurre con el saber médico en la psiquiatría, lo mismo sucede con el poder carcelario y su providencia, la Ley. El delincuente no debe violar la propiedad privada, por más que no tenga para comer o aunque no haya recibido una educación que corrija sus instintos delictivos. La propiedad privada es sagrada, y al que no la respete se lo esconde tras las rejas por no estar apto para la vida en comunidad. Lo mismo sucede con los presos políticos –aunque podríamos decir que todo preso es político-, y la situación se agrava en este caso ya que en tal caso se asume sin escrúpulos el asesinato del pensamiento diferente. Eso sí, a estos sujetos en necesario invisibilizarlos, no vaya ser que la comunidad pueda ver la forma en la que se tiene a estos sujetos a cárcel; no vaya ser cosa que se haga visible la violación de los tratados internacionales y los derechos del hombre.
Dice Foucault:

“La historia de la locura sería la historia de lo Otro –lo de que, para una cultura, es a la vez interior y extraño y debe, por ello, excluirse (para conjurar un peligro interior), pero encerrándolo (para reducir la alteridad); la historia del orden de las cosas sería la historia de lo Mismo – de aquello que, para una cultura, es a la vez disperso y aparente y debe, por ello, distinguirse mediante señales y recogerse las identidades.”

De todos modos el régimen de la visibilidad que Foucault propone con la arquitectura del panoptismo tiene que ver con un control de la mirada sobre los cuerpos. Es un régimen en donde el sujeto es visto sin poder ver a quien lo observa. El empleo de esta tecnología produce un control sobre el movimiento corporal de los convictos. Esto sucede también, fuera de la institución carcelaria, en lo respectivo al poder policial*. Poder policial tiene aquí una connotación amplia, la utilizo en términos generales de la misma forma en la que la usa Foucault y Rancière.

“La policía es, en su esencia, la ley generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes. Pero para definir esto hace falta en primer lugar definir la configuración de lo sensible en que se inscriben unas y otras. De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos de hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente a tal discurso y tal otra al ruido.”
Es así que el poder policial actúa garantizando un determinado orden de cosas, una minuciosa distribución simbólica de los cuerpos –un régimen de la carne, en términos de Spinoza-, de los espacios, de las actividades, disciplinando sujetos, dejando que se vean aquellas cosas que no atentan contra tal equilibrio y ocultando aquello que bajo ningún punto de vista puede formar parte del espacio público. Y lo hace acallando las voces de aquellos que no tienen voz, aquellos seres parlantes privados de logos cuyas palabras no pueden ser escuchadas. Y es por ello que, en estos días, en donde la técnica comunicativa alcanzó los márgenes de la masividad, los medios de comunicación se convirtieron en el espacio vital de lucha político-ideológica.



APARTADO

Neoliberalismo, medios de comunicación y democracia





Por Ricardo Forster *
“El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice nada más que esto: ‘lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece’. La actitud que por principio exige es esa aceptación pasiva que ya ha obtenido de hecho gracias a su manera de aparecer sin réplica, gracias a su monopolio de las apariencias.” Guy Debord
1 En el mismo momento histórico en el que caía el Muro de Berlín y se desplomaba como un castillo de naipes el sistema soviético, cuando casi atónitos contemplamos la apertura de una época que de un modo arrollador se deshacía de imágenes, lenguajes políticos, ideologías y prácticas que habían convulsionado y apasionado durante más de un siglo a hombres y mujeres de las geografías más diversas y distantes, lo que emergió como exponente de una nueva época del mundo fue la forma neoliberal del capitalismo tardío.
Las últimas décadas del siglo XX estuvieron atravesadas por la hegemonía de un discurso que se ufanaba de haber concluido, de una vez y para siempre, con las disputas ideológicas, al mismo tiempo que afirmaba la llegada de un tiempo articulado alrededor de la economía de mercado y de la democracia liberal. Fin de la historia y muerte de las ideologías para desplazarse, ahora, por los espacios rutilantes del consumo, el reino de las mercancías y el goce hedonista. Los escenarios, ya antiguos, de las conflictividades políticas y sociales serían pacientemente reconstruidos en los nuevos museos temáticos, sitios interactivos en los que el visitante de estos tiempos poshistóricos podría contemplar aquello que sucedía en los días ideologizados. La paz del mercado desplazó, eso se anunció a los cuatro vientos, las oscuras turbulencias de una historia dominada por el conflicto y la intransigencia de los incontables ¡!, de esas masas anónimas, oscuras y resentidas que regresarían a ese sitio del que nunca debieron haber salido. Las tradiciones del igualitarismo fueron a parar al vertedero de la historia. Hizo su aparición triunfal el nuevo ciudadano-consumidor, figura arquetípica de un clivaje hiperindividualista en el interior de la sociedad, ese que se desplazaría con fervor de iniciado por los santuarios de las metrópolis contemporáneas: los shopping centers.
Pero lo que también comenzó a ser desmontado, junto con el vertiginoso giro de la economía de producción a la economía de especulación, fue el imaginario social que acompañó el tiempo del capitalismo bienestarista, aquel que hizo, a partir de la segunda posguerra, del Estado un referente insustituible a la hora de articular las relaciones entre el capital y el trabajo (del New Deal rooseveltiano, pasando por nuestra experiencia de un Estado de Bienestar bajo el primer peronismo hasta llegar a la edad de oro del bienestarismo socialdemócrata europeo, ese modelo fue lo propio de un largo período de la historia del siglo XX que sería brutalmente desmontado por el neoliberalismo allí donde inició su derrumbe el modelo, ya fracasado desde tiempo antes, del socialismo autoritario de la URSS, dejándole al capital, de todos modos, las manos libres para convertirse en el amo de la nueva situación mundial). El pasaje de la metáfora fabril a la metáfora financiera (adiós a las chimeneas y a los sindicatos, bienvenidos los yuppies de Wall Street, las carteras de inversores, la flexibilización laboral y el trabajo basura) vino a expresar la bancarrota de prácticas que remitían a una época esclerosada;
puso en evidencia que estábamos en presencia de una mutación fundamental del capitalismo, y que esa mutación no iba a detenerse hasta resemantizar la totalidad de los lenguajes sociales, económicos, políticos y culturales.
Dicho de otra manera: el neoliberalismo, su lógica más profunda y decisiva, se dirigía hacia una transformación revolucionaria del conjunto de la vida social. En esa tarea de desmontaje de las viejas formas de vida y de representación, seguida de la construcción de una nueva subjetividad entramada con las demandas de la economía global de mercado, ocuparían un lugar central y privilegiado los grandes medios de comunicación. Pensar el neoliberalismo es interrogar por ese maridaje extraordinario entre mercancía e imagen, entre mercado y lenguaje mediático; es tratar de comprender el fenomenal proceso de culturalización de la política y de estetización de todas las esferas de la vida. Una de las derivaciones de este proceso ha sido la expropiación de la política, y su consiguiente vaciamiento, por el lenguaje de los medios de comunicación.
2 Lo que el filósofo francés Guy Debord, con anticipación genial –allá por los años ’60–, había denominado la “sociedad del espectáculo”, aquella que se desplazaba hacia el dominio pleno y escenográfico de la pasión consumista y de sus “paraísos artificiales”, transformando a los seres humanos en espectadores cada vez más pasivos del verdadero sujeto de la época, la mercancía, constituyó lo propio de la travesía neoliberal. Se trató de una apropiación, por parte del capitalismo, de las fantasías y los deseos al mismo tiempo que se expandía planetariamente la industria del espectáculo, y la cultura, adecuada a los lenguajes audiovisuales y a su enorme capacidad de penetración, se convertía en una mercancía clave para la producción de una nueva humanidad. Lo que había prefigurado Hollywood desde los años ’30 y ’40, mostrándose como la avanzada brillante, innovadora y compleja de la americanización del mundo, señalando la importancia decisiva de la industria del espectáculo como vanguardia en la construcción de los nuevos imaginarios sociales, terminó siendo la materia prima a partir de la que el neoliberalismo logró naturalizar sus valores y sus intereses. Es inimaginable el despliegue planetario, global, del capitalismo financiero-especulativo, su capacidad para volverse hegemónico, sin ese rol decisivo de los medios de comunicación.
Por esas paradojas de la historia, los primeros que se dieron cuenta de la monumental importancia de las nuevas tecnologías de la comunicación y su relación directa con la política fueron los regímenes fascistas. Mussolini en Italia y Hitler y Goebbels en Alemania capturaron con maestría mefistofélica los poderes que emergían de la radiofonía. Con el giro de los acontecimientos, y una vez derrotado el totalitarismo, las triunfantes democracias occidentales se apropiarían con igual fervor de los potenciales propagandísticos y generadores de imaginarios social-culturales, que se guardan en los medios de comunicación de masas. La política quedó atrapada en esa lógica discursiva e iconográfica al mismo tiempo que la estetización y espectacularización emanados de los recursos propios de esos lenguajes contaminaban casi todas las esferas de la vida cotidiana. La astucia genial del sistema fue proyectar en la compleja trama a la que llamamos sociedad (transformada, por los mismos medios, en “opinión pública”) la imagen de que la corporación mediática era portadora de independencia, autonomía y capacidad crítica al mismo tiempo que garantizaba la libertad de expresión. Lo que se logró fue invisibilizar los lazos esenciales que vinculaban y vinculan a estas empresas con los intereses económicos dominantes. El neoliberalismo, como ideología del capitalismo tardío, comprendió que no era posible garantizar una profunda transformación económica si, al mismo tiempo, no se cambiaba la manera de mirar el mundo y de comprender la realidad. De lo que se trató es de la intensiva producción de un nuevo sentido común.
Más allá de la sobrevaloración, siempre discutible, que se pueda hacer del papel de las corporaciones mediáticas como definidoras de la opinión pública y como constructoras decisivas del sentido común, lo cierto es que ocupan un lugar destacadísimo en la estrategia de dominación del neoliberalismo. Es un factor sin el cual le sería muy difícil, a esa ideología, transformar sus intereses particulares en intereses del conjunto de la sociedad, mutando prácticas egoístas y exclusivamente ligadas al lucro y la rentabilidad en valores naturalizados en el interior de las conciencias. La proliferación de los lenguajes audiovisuales, su profundo arraigo en la intimidad de la vida cotidiana exigen, de la misma sociedad, una indispensable herramienta que le permita legislar adecuadamente impidiendo que la tendencia a la concentración y a la monopolización hagan del espectro comunicacional una incansable repetición del sentido común neoliberal. Entre la ideología y el mito, los lenguajes emanados de la corporación mediática apuntalaron el despliegue de nuevas formas de la subjetividad adheridas al reino de valores de un capitalismo que se leyó a sí mismo como la estación final y consumada de la historia.
De ahí, entonces, la crucial importancia que adquiere, en términos de una ampliación de la circulación democrática de la comunicación y la información, el debate que se está llevando a cabo en el Congreso de la Nación en torno del proyecto de una nueva ley de servicios audiovisuales. Lo medular de la disputa político-cultural se juega en estas discusiones, no porque una ley vaya a garantizar una espontánea transformación de los valores reinantes sino porque, al menos, logrará impedir que sigan proliferando los monopolios y abrirá el juego para que otros actores entren en la conversación. De eso se trata, entre otras cosas, la democracia. Dicho de otro modo: en una sociedad atravesada de lado a lado por los lenguajes de la comunicación y la información resulta inimaginable que ese campo abrumador y decisivo permanezca al margen de las grandes disputas político-culturales. En el interior de ese mundo en el mundo se despliegan imágenes, ideas, proyectos, lenguajes, formas de la sensibilidad, mitos que se entraman capilarmente en la cotidianidad de nuestras vidas. Leerlos desde la inocencia o creyendo que en su interior se privilegian centralmente los modos de la diversidad y la pluralidad constituye, a estas alturas de la travesía argentina y mundial, un desplazamiento del eje de la discusión hacia la más crasa complicidad con los factores de poder que se manifiestan en los núcleos duros y concentrados de los medios masivos de comunicación. La búsqueda, tal vez ilusoria pero imprescindible, de una mayor democratización en la distribución y producción de la comunicación es un desafío de primera magnitud a la hora de imaginar un giro más participativo y plural. El poder corporativo lo sabe y, por eso, va con todas sus armas contra un proyecto de servicios audiovisuales que viene a amenazar su hegemonía.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).


FUENTE: PERIÓDICO PAGINA 12; DIA: 8 de Septiembre de 2009
LINK: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-131394-2009-09-08.html




BIBLIOGRAFIA


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Periódico Página/12 _____ Neoliberalismo, medios de comunicación y democracia, por Ricardo Foster; 2009