jueves, 10 de diciembre de 2009

La sintomatología de la cultura

La sintomatología de la cultura
Un ensayo psicosocial


Materia: Comunicación y cultura política
Cátedra Lutzky
Año 2009

Estudiante: Santiago Lingurini

Universidad de Buenos Aires



A modo de introducción

Siempre me sedujo la relación entre la política y la psicología; y no son muchos los escritores que se proponen entrelazar al psicoanálisis (o cualquier otra corriente dentro del saber psicológico) con la temática estrictamente política. Es por eso que me inscribí en este curso. Y ahora, al haberlo concluido, considero sintomática la carencia de materias que propongan este tipo de análisis. Ignoro si esta situación es causa de una decisión política de las autoridades de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires o si es un mero descuido respecto del plan de estudios, pero de lo que estoy seguro es el hecho por el cual se subestima, dentro de los espacios políticos, la incidencia de las variables psicológicas. Lo que más preocupa es que este síntoma se traduce en prácticas, prácticas que muchas veces desembocan en fines no deseados; basta con echar un ligero vistazo a los acontecimientos políticos mas relevantes del siglo pasado que dieron cuenta de la hipnosis a la que puede subyugarse toda una sociedad respecto a un líder político o a una idea revolucionaria.
Este ensayo tiene la humilde pretensión de establecer algunos vínculos entre la forma en la que se desenvuelve la política occidental moderna y algunos elementos que proporciona Sigmund Freud por medio de la teoría psicoanalítica. No es un escrito de grandes ambiciones aunque sí disfruta esbozando algunas críticas a nuestras sociedades actuales.
Daré por sentado que no puede hacerse una comprensión exhaustiva de los fenómenos sociales y políticos sin hacer un previo paseo analítico por la psicología y los elementos que la relacionan con la práctica política. La miopía de algunos los hace desdeñar los factores psicosociales a la hora de comprender acontecimientos que involucran fuertemente a la historia de una sociedad, y es allí donde este ensayo desea intervenir para aportar a una comprensión de la realidad social.
Buscaré volcar sobre el papel algunos de los síntomas que observo en la realidad política de nuestra cultura occidental, y de nuestro país en particular, e intentaré entrelazarlos con algunos conceptos que nos suministra el psicoanálisis.
Espero acercarme a la meta que me propongo.






Neoliberalismo, política y medios

Gracias al neoliberalismo del Consenso de Washington desde los años setenta venimos asistiendo a una época que denota la derrota del Estado por su verdugo capitalista, el Mercado. Si bien varios países del subcontinente sudamericano ya han querido revitalizar la omnipotencia estatal, la fuerza del Mercado perdura en las prácticas de todas las sociedades del globo. Y es en este punto donde juega un rol fundamental la comunicación masiva. Los ideólogos del neoliberalismo han comprendido muy bien la fuerza avasalladora de la publicidad televisiva para movilizar a las grandes masas de población hacia los centros comerciales. Esta herramienta comunicativa es un arma esencial en la batalla epocal a la que asistimos entre el poder estatal y el estrictamente económico. Algunos gobiernos a lo largo del siglo veinte han comprendido muy bien la capacidad comunicativa del cubo televisivo y han enfatizado con gran virtud la propaganda política. Ejemplo de ello fue el gobierno de Fidel Castro quien todavía sigue disfrutando las consecuencias políticas de la transmisión ideológica masiva. Sin embargo, ante esta última escalada de los enamorados del capitalismo, la fuerza del Estado se vio sustantivamente debilitada y la propiedad de los medios de comunicación pasó a manos de los grandes poderes económicos nacionales e internacionales que desean movilizar a los multitudinarios rebaños de consumidores hacia los shoppings –panacea de la libertad individual de los que pueden…-.

La televisión como panóptico. El objeto ‘TV’ (te-ve) es visto, pero es él quien nos observa; el que nos ve, nos controla, quien nos dice qué pensar y cómo pensar… Es el mejor invento técnico en la historia de la política: el televisor como instrumento para la masificación del pensamiento, y del pensamiento para la acción. Basta un ejemplo cinemático . Con el fervor consumista iniciado en Estados Unidos hacia los años treinta (tras la crisis de Wall Street), con el fin de reactivar el mercado norteamericano, se saludó el inicio del capitalismo más sangriento: había que llevar a las masas a los centros comerciales y fortalecer el consumo interno, ¿qué se hizo?, el gobierno de este país llamó a un experto en psicoanálisis, Eduard Barneys (el sobrino de Sigmund Freud) para incentivar el consumo del género femenino y saciar los intereses de las grandes industrias tabacaleras y su relación amorosa con la banca financiera. El acto de fumar no gustaba de buena aceptación hasta el momento entre las mujeres y el sobrino Eduard no hizo más que echar mano a algunos elementos de la teoría psicoanalítica para atender la causa que se le había encomendado y derribar así el obstáculo cultural que impedía a las chicas seducir a los hombres con un cigarrillo entre sus manos. “¡Eh aquí el gran poder de la televisión, humanos!”, gritaba el Dios de la publicidad.
Con el tiempo los gobiernos fueros tratando de adiestrar esta capacidad propagandística de la reciente tecnología comunicativa con el objetivo de transmitir sus ideas políticas; el ejemplo más simbólico podemos verlo en las propagandas que interpelan de manera constante al sujeto revolucionario en la televisión cubana desde hace ya varios años. Fue y es para Cuba la televisión un gran objeto de resistencia frente a los intentos imperialistas norteamericanos por derrocar el gobierno socialista de Fidel Castro. Por otro lado, durante los tiempos de la “Doctrina de Seguridad Nacional” (el siniestro plan norteamericano para derrocar a los gobiernos populares en América Latina) la comunicación masiva jugó un rol esencial al momento de aplastar la movilización de los pueblos que apoyaban sus respectivos gobiernos populares, implantando el terror más profundo que un ser humano puede sentir: el temor a la muerte.
¿Qué quiero decir con todo esto? Sólo remarcar la importancia estratégica de la comunicación masiva, la cual cumple una función ideológica fundamental en las sociedades (pos)-modernas. A ello se debe el reciente conflicto en nuestro país producto de la nueva ley de medios audiovisuales donde los monopolios de la información se vieron perjudicados por un gobierno que pretende reforzar el aparato estatal tras un cuarto de siglo neoliberal.


Deseo, hipnosis y contagio

La hipnosis que genera la caja televisiva es ‘espectacular’. La humanidad ha fabricado una tecnología comunicativa brillante, y el capitalismo se valió de ella como herramienta de seducción y generadora de una avasalladora cantidad de necesidades imaginarias que lejos están de ser necesidades reales (quiero decir, fisiológicas, biológicas, naturales). Desde que nacemos somos sujetos deseantes y el capitalismo se paró frente a este Deseo (comprendió con brillante lucidez lo que hay de faltante en el ser humano) y decidió explotarlo, ¿cómo?, creando necesidades donde no las hay y utilizando como megafón la omnipotencia televisiva de la ‘caja boba’. La cultura del consumo individual exagerado en la que vivimos conoce a la perfección el carácter deseantes de los sujetos y explota esta característica a su máximo esplendor; el contagio consumista se expande como la más triste de las pestes medievales poniendo en escena el espectáculo del ser primitivo con todos sus deseos instintuales a flor de piel (exaltación permanente de la sexualidad) y sin ninguna barrera racional que obstaculice su realización. La búsqueda de felicidad se focaliza en el consumo de artículos que tienden al bienestar material y al empobrecimiento espiritual. Pero el espíritu poco interesa aquí mientras no se cierren las puertas de los comercios; la angustia intenta ser aplastada con el nuevo reloj de oro fabricado en Zimbawe.
El individualismo ciudadano también es un síntoma de la cultura política occidental. Es el elemento esencial que debilita la actividad política de la ciudadanía. Fuertemente exaltado por el neoliberalismo desde los años setenta en adelante es la raíz del árbol putrefacto del quehacer político actual, que reduce la actividad política a la emisión periódica de un papel a las urnas en tiempos electorales. La actividad política se delega a los gobernantes, como claramente expresa Guillermo O’ Donnell en su texto sobre las democracias delegativas.


La frustración cultural

El Malestar en la cultura del que habla Freud pone de manifiesto cuantiosos móviles represivos. Hablemos de política unos instantes… Tanto con Rancière como con Lefort, Laclau y Zizeck podemos decir que si hay algún elemento característico de la democracia éste es el conflicto, el litigio, el desacuerdo, o el nombre que mejor nos siente. Si bien sería poco honesto reducir la totalidad de los males de las sociedades “democráticas” contemporánea al capitalismo, cierto es que este sistema -como complejo social, económico, político e ideológico- tiene una cualidad que le es dada de hecho: esta es la división de la sociedad. La sociedad está dividida. ¿Cómo es esto que la sociedad está dividida? Si… hay gente que trabaja y gente que hace trabajar. Esto no es ningún invento novedoso, ni siquiera hace falta leer a Marx para darse cuenta. Como ya sabemos, quienes detentan el poder económico tienen una mayor capacidad de incidencia (para no pecar de determinista) en el ámbito de la política y, por lo tanto, en la producción de leyes que tiendan al beneficio de tal sector (extremadamente minoritario) de la sociedad. Pero lo importante de este brevísimo análisis sociológico es la consecuencia que tales leyes producen en la mayoría restante de la sociedad. ¿Cuántos desacuerdos se evitarían si elimináramos la ley que legitima la propiedad privada? No hace falta una respuesta; sólo queda claro el malestar social que generan algunas normas (coercitivas, por supuesto) para todo un pueblo.
La sociedad esta dividida. No hay sociedad. El contrato social no existe (nunca lo hubo). Fue la gran mentira de la teoría política moderna. Pero el Deseo se transfiere en una búsqueda infatigable para que esa masa amorfa se constituya sin fisuras; para el poder político la multitud se debe suturar con el hilo de la ideología; es aquí donde se ve que “el deseo de la política es totalitario”. No importa si el régimen político se disfraza de democrático o totalitario, el impulso motor de la actividad política es el mismo.
Pero el malestar en la cultura no se reduce a la relación social de capital que se establece entre los sujetos de una sociedad; el litigio se hace extensivo a una enorme cantidad de cuestiones que van desde la cuestión de género, pasando por la represión sexual, hasta la relación que se establece con el sujeto inmigrante. Todo este complejo social conflictivo atraviesa a todos los sujetos de una comunidad de diferentes maneras; y en esto consiste la frustración cultural de la que habla Freud la cual “rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a toda cultura” y como consecuencia de ella, “si no se compensa económicamente tal defraudación habrá que atenerse a graves trastornos.”


La promesa ideológica

La promesa ideológica es una ‘metapolítica’, una utopía que sacia el deseo imaginario de libertad y suprime todo tipo de represión de la cultura actual. El hecho de que sea un móvil imaginario es lo que hace que tenga la capacidad de perdurar en el tiempo, porque nunca se la puede alcanzar, nunca nos satisface corporalmente. El sujeto tiene la capacidad de imaginar su panacea donde todo es perfecto. Es por ello que tiene la virtud (o la carencia) de ser un objeto no ‘consumible’ permitiendo en consecuencia movilizar al hombre ad eternum, hasta el fin de su vida, si es que logra soportar su carácter irrealizable con el correr del tiempo. En tal situación, el desborde de este tipo de conflictos en el aparato psíquico interno del sujeto puede conducir a situaciones patológicas como la neurosis.
“El deseo de la política es totalitario”. La ideología viene a suturar el espacio abierto que hay en el sujeto deseante brindándonos la posibilidad de la sensación de completud; el poder de las ideas consiste en generar un placer imaginario, calmando así la sed del sujeto en su búsqueda de felicidad (y/ó libertad). Aquel objeto no consumible relaja la presión que ejerce ese mundo exterior que lo rodea, descansando la tensión que habita entre el ‘superyó’ y el ‘ideal del yo’ para el sujeto. Tiene la virtud de inventar un lugar paradisíaco en la imaginación del ser humano aplastando el malestar, destruyendo ese cúmulo de represiones que caracterizan a todo espacio sociocultural. Entonces, la ideología -de manera consciente o inconsciente-, funciona como un ‘mecanismo psíquico de protección’.

“Ante situaciones de máximo sufrimiento se ponen en función determinados mecanismos psíquicos de protección. (…) Comprobóse así que el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales.”

En este sentido podemos decir que el desplazamiento de los instintos por medio del mecanismo de sublimación es un proceso psíquico habitual que tiende a desplazar (válida es la redundancia) los instintos hacia actividades psíquicas superiores. Aquí se hace evidente la simultaneidad existente en entre el proceso al que se enfrenta la evolución libidinal del individuo con la cultura:

“Otros instintos son obligados a desplazar las condiciones de su satisfacción, a perseguirla por distintos caminos, proceso que en la mayoría de los casos coincide con el bien conocido mecanismo de la `sublimación` (de los fines instintivos), mientras que en algunos puede ser distinguido de ésta. La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados.”

Ahora bien, este tipo de desplazamientos pueden darse en el orden de lo amoroso, cuando esta transferencia del elemento afectivo se desplaza hacia un líder político. Esta vinculación entre lo afectivo y lo libidinal política ha tenido enorme relevancia en nuestra historia política reciente, y podríamos decir que perdura hasta el día de hoy. Desde hace ya más de veinticinco años que la gran mayoría de los argentinos emite su voto en cada elección pensando en la figura de una persona que ha muerto. Y lo sobresaliente no es sólo el hecho de que tal personalidad no esté con vida, sino que no ha dejado como legado una forma específica de hacer política. Esto se traduce en que cada quien entienda del fenómeno peronista lo que le venga a la gana. Al fin, la práctica política peronista puede entendérsela como el ejercicio maquiavélico por excelencia (sin el más ínfimo sentido peyorativo) de la actividad política.
Pero lo relevante aquí a mi entender es el hecho por el cual el sujeto peronista vota a un partido político sin más raigambre que el lazo afectivo que lo une a su líder, como el soldado que acata sin chistar la orden imperante de su caudillo. Aquí no importan las ideas prefigurativas de tal o cual ideología; sólo tiene lugar el estrecho lazo amoroso que une al votante con Juan Domingo Perón. Considero que éste es otro síntoma de nuestra forma caudillesca de hacer política: éste es un elemento más, de tanto otros, que tiene anudado al espacio político con la persona que lo ocupa; se trata, claro está, de la ‘personificación del poder’. El ‘espacio vacío’ que caracteriza a la democracia para Lefort es llenado, en el caso argentino –por no hacerlo extensivo a una numerosa cantidad de casos latinoamericanos-, mediante una cultura política esencialmente personalista que tiende a responsabilizar al presidente (o a los gobernadores provinciales si hablamos de distritos menores) de toda la práctica gubernativa. Esta cuestión tiene como telón de fondo el desinterés absoluto de la gran mayoría de los sujetos sociales para con la práctica política. Y aquí va otro aspecto más de la sintomatología democrática.


“Dios no ha muerto”

Nietzsche dijo que “Dios ha muerto”; yo, sin embargo, lo veo paseándose por doquier. Donde pongo el ojo veo que la gente habla de Él: “que Alguien nos venga a salvar”… Pareciera que estamos a la espera del Mesías, y que -como la solución no está en que nosotros (todos) nos responsabilicemos de la realidad que vivimos y actuemos como verdaderos sujetos políticos (me disculpo la ironía)-, en algún momento algo debería suceder para que las cosas cambien su rumbo. Hermosa contradicción se erige frente a Friederich en este tipo de situaciones: él nos diría que estos pensamientos son propios de un nihilismo negativista, el nihilismo de los cristianos, de los débiles faltos de esperanza y de vitalidad para afrontar la inevitable muerte de Dios en el ocaso, pero lo que no merece duda es que este es un verdadero síntoma de nuestra cultura política: para los argentinos, y me atrevería a decir que para casi todas las culturas que habitan la superficie terrestre, Dios, aquel espíritu supremo que todo lo controla y al que nosotros mismos le conferimos existencia con bautismo sagrado hace ya varios siglos, todavía no ha visto su muerte. Es quien sigue brindando a gran parte de la humanidad la sensación de ‘completud’ que tan fervientemente buscamos. “Todavía no hemos asesinado a nuestro Padre, recién estamos mirándonos en el espejo y aprendiendo a caminar…”
La muerte de Dios para Nietzsche transforma al mundo social en una realidad humanizante; el ‘más allá’ convive en sus tensiones con el ‘más acá’, en donde no hay más explicaciones que las antropocéntricas. Es esta la razón por la que el “Ojo social” se convierte en el nuevo Dios de las sociedades actuales; vivimos en un mundo teatralmente espectacularizado y perversamente exhibicionista donde la consecuencia más inmediata en el individuo es la supravaloracion de carácter efímero de la estética, la exaltación de la frivolidad y la deificación de la imagen. Alguien hablaba por allí de una “dictadura de la imagen”. Este virtual dictador, el Ojo social, decide qué prácticas son valederas o cuál uso de la estética es el aceptable (o condenable). [En el caso de la sexualidad, estamos viviendo el comienzo del destape de una olla que caracteriza una condición cultural histórica –que atraviesa prácticamente el transcurso de toda la humanidad- en el uso que los hombres y mujeres de todas las culturas dan al sexo. La represión social (proveniente de las más atrofiadas mentalidades cristianas –o religiosas en general-) que condena a la hoguera cultural tal o cual uso de la sexualidad se está poniendo en tela de juicio, y este es uno de los hechos históricos a los que atraviesa el género humano en su búsqueda de libertad.]


La ‘barbarie’ como antítesis de cultura

En la conformación de la identidad, tanto los individuos como los grupos sociales (sin importar el carácter cuantitativo de éste) entran en confrontación con un “Otro”, con otros sujetos sociales a los que se los valoriza –positiva o negativamente según corresponda la situación particular del proceso identificatorio-. En tal caso las valorizaciones morales que se le suscriben a ese Otro pueden pasar de manera casi imperceptible por las mentes de los sujetos. Como dice Nietzsche, “la moral es subterránea”, y es en la <> donde logran verse los síntomas genealógicos de las valorizaciones morales en una sociedad: en Humano, demasiado humano Friederich habla acerca de la “doble prehistoria del bien y del mal (es decir, su procedencia de la esfera de los nombres y de los esclavos), sobre el valor y la procedencia de la moral ascética, esa especia mucho más antigua y originaria de moral, que difiere toto coelo [totalmente] de la forma altruista de valoración.” Entendemos por lo tanto a la moral “…como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad (…), como causa, como estímulo, como freno, como veneno…” .
En el proceso de identificación esta ‘eticidad de la costumbre’ juega un rol fundamental. En el caso del concepto “barbarie” fíjese usted que esta palabra súper cargada de historia ha soportado una cantidad inconmensurable de acepciones, de significados y significantes, hasta convertirse en un concepto polisémico dentro de los amplios parámetros peyorativos de significación. Pero es sorprendente que lo que constituye al bárbaro es la ‘falta’, la falta de cultura. (Como no deseo entrometerme en el debate antropológico acerca de si hay o no mejores o peores, avanzadas o atrasadas culturas –yo creo convincentemente que esta valoración de la cultura es un síntoma de un biologicismo racista que ha sido utilizado para legitimar el exterminio de los pueblos- voy a dar por sentado que este debate ha sido saldado). En este sentido, se puede llamar bárbaro a cualquiera que no comparta nuestra forma de imaginar el mundo; porque en eso consiste a fin de cuentas la realidad, en la imaginación.
En Malestar en la cultura Freud habla de ciertas tendencias o impulsos agresivos que caracterizan un fenómeno que el denomina narcisismo de las pequeñas diferencias; dice que “podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más inofensivamente, las tendencias agresivas facilitándose así la cohesión entre los miembros de la comunidad” . En el caso de los tiempos “civilizatorios” que caracterizaron la conformación de los estados nacionales latinoamericanos este fenómeno se vio al pie de la letra. A los pueblos indígenas se los clasificó de “bárbaros” y así se logró constituir una ‘otredad’ amenazante y peligrosa que colaboró con el fortalecimiento de una identidad nacional civilizada que siguiera el ejemplo de la razón y el progreso iluministas de las “más avanzadas” naciones europeas.
Pero les tengo una pregunta a todos aquellos abanderados de los ‘valores de civilización’ que erigen como estandarte aún habiendo conducido al fin de la vida a gran parte de la población mundial; enunciada desde la pluma de Nietzsche, “¿Qué ocurriría si en lo <> hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez ‘a costa del futuro’?”


Bibliografía

>>Sigmund Freud; El Malestar en la cultura; Ed. Biblioteca nueva, España, 1945.
>> Sigmund Freud; Psicología de las masas y análisis del yo; Ed. Biblioteca nueva, España 1921.
>>Friederich Nietzsche; La genealogía de la moral; Ed. Alianza, Bs. As., 1998.
>> Friederich Nietzsche; La voluntad de poder; Ed. Edaf, Madrid, 2000

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